Frío
Sofía de 32 años se convirtió en madre de una linda niña a los diecisiete años, producto de una relación de dos años con un chico de su misma edad, que desapareció en cuanto supo del embarazo. Con el apoyo de sus padres terminó la secundaria, luego ingresó a la universidad para estudiar la carrera de medicina, mientras sus padres le ayudaban con la pequeña.
Así pasó el tiempo hasta que se graduó de médico, con honores, otorgados gracias a su esfuerzo y dedicación.
En corto tiempo consiguió trabajo en el hospital de la localidad, a la vez que iniciaba la residencia en la especialidad de Pediatría, que había sido su sueño desde siempre.
Cuando Andrea se acercaba a los seis añitos, gracias a su trabajo, Sofía compró un pequeño departamento para ella y su hija, en las afueras de la ciudad.
Sus padres, que desde que nació su nieta se habían dedicado a cuidarla, se entristecieron cuando sus dos grandes amores se fueron a vivir solas; pero también comprendían que ya era hora de que Sofía asumiera el papel de madre de tiempo completo. Sin embargo, la niña estaba tan apegada a ellos que no pasaba un solo día sin ir a saludarlos.
Las tardes en las que la pequeña estaba con sus abuelos no paraba de hablar, contándoles cómo estuvo su día y de todo lo que hacía ahora que ella y su mamá vivían en otra casa.
Su nuevo hogar estaba ubicado en el noveno piso de un complejo de apartamentos; éste tenía un balcón desde donde se veía toda la ciudad.
Cuando la niña empezó la secundaria, alrededor de sus trece años, sucede una tragedia en la familia…
Su abuelo muere de forma repentina de una falla cardíaca.
A partir de ese día, la vida de Andrea da un giro de 360 grados. Ese hombre, que más que su abuelo, fue su padre, su mejor amigo, su confidente… se fue para siempre, dejando un vacío que ni todo el amor de su madre y de su abuela lograba llenar.
Con su abuelo aprendió a caminar, a hablar, a montar en bicicleta, a volar con la imaginación con las historias de aventuras que le contaba con tal intensidad que hasta él mismo se las creía.
Su abuelo le enseñó el amor por la vida, le enseñó también a respetar a sus semejantes, a amar a los animales y a cuidar la naturaleza.
Sin él… ya nada tenía sentido.
Andrea se hundió en una terrible depresión, de la cual ella no quería salir. No comía, tampoco dormía. Su madre y su abuela, en contra de su voluntad, la llevaron con un psicólogo, que, por cierto, no ayudó mucho.
Al cabo de un año, Andrea secó sus lágrimas, se levantó de la cama y salió de su cuarto, Sofía y su abuela no lo podían creer… Pero así fue. Aunque, ya no era la misma.
Con catorce años, aparentaba tener apenas unos doce años, su aspecto era el de una niña enferma y mal alimentada. Estaba ausente, dejó de sonreír y olvidó cómo llorar.
Las largas noches sin dormir le pasaban la factura durante el día, en los que no podía mantener los ojos abiertos, aún mientras caminaba.
Se obsesionó con el tema de la muerte. Compraba libros que trataban de la vida después de la muerte. Ingresaba a sitios de internet, que le llenaban la cabeza de dolor y oscuridad.
De tanto leer y leer empezó a interesarse por la comunicación con los muertos. Estaba segura de querer hablar con su abuelo, pues la muerte se lo llevó sin despedirse…
Por las noches, con la luz apagada, se sentaba en el centro de su habitación y con los ojos cerrados, pensaba en su abuelo.
Esto se convirtió en un ritual que practicaba noche a noche. Se sentaba en el suelo, como siempre, pero esta vez no solo pensó en su abuelo, si no, además lo llamó en voz alta…
“Abuelo… ¿estás aquí?”
“Abuelo… ¿estás aquí?”
De pronto se escucharon tres golpes seguidos en la puerta de la habitación…
Andrea salió del círculo de un salto, tal vez con la esperanza de que al abrir él estaría allí. Pero no había nadie.
Durante las siguientes dos semanas, llegaba del colegio e inmediatamente intentaba la conexión con su abuelo.
Los fenómenos paranormales eran cada vez más intensos. Sonaban golpes en las paredes, siempre tres golpes seguidos. Los aparatos eléctricos casi no funcionaban, la tele se apagaba y se encendía sola, se escuchaban pasos por todas las habitaciones. Andrea le comentaba todo esto a su mamá, pero ella no le ponía mucha atención. Le decía a su hija que seguro era producto de su imaginación y no hablaba más del asunto.
Un día se dirigió hacia la cocina por algo de comida y de repente empezó a escuchar a su alrededor una voz que susurraba su nombre, tres veces…
“Andrea… Andrea… Andrea”
Al igual que la vez anterior, pensó que era su abuelo intentando comunicarse.
Decidida dijo:
“Si abuelo, soy yo, ven, te estaba esperando”
Al decir esto, sintió un abrazo helado que le impedía moverse, al punto de perder el conocimiento y caer al suelo. Cuatro horas después, Sofía, su mamá, la encontró tirada en el piso de la cocina. La llamó varias veces con desesperación, hasta que la niña reaccionó. Al ver a su mamá le dijo asustada…
“Mamá, mi abuelito está aquí y me abrazó. Sentí su abrazo frío y me dio mucho miedo”
Su madre escéptica, exclamó:
“No hija. ¿cómo se te ocurre?… Tu abuelo no puede estar aquí, los muertos no pueden volver a este mundo”
Andrea se sintió muy triste con la fría respuesta de su madre.
“Seguramente no has comido nada, por eso te desmayaste. Vamos para darte algo de comer”
Su madre estaba cada vez más lejos de ella y Andrea se sentía cada vez más sola, sobre todo porque cuando quería contarle a su mamá lo que estaba pasando, ésta no le prestaba atención. Siempre ocupada, corriendo para ir a trabajar. Llegaba muy tarde en la noche, ella siempre la esperaba, pero iba directo a la cama para al día siguiente volver al hospital. Ni siquiera se había percatado de que su hija había perdido más de diez kilos.
Pasaron dos semanas, para Andrea no era de día ni de noche, se encontraba en un estado de inanición y aún así su madre no lo veía…
Sentada en el borde de su cama se percató que tenía en su mano derecha el bisturí que había echado en el cajón.
De pronto escuchó una voz profunda que susurraba a su oído…
“Ven conmigo, tu madre no te hace caso, se la pasa trabajando en el hospital cuidando a los hijos de otros y no se ocupa de la suya. Aquí no hay llanto ni dolor. Ven, ya no sufrirás más…
Con su mano derecha buscó el pulso radial en la muñeca izquierda, apretó con fuerza el bisturí y lo hundió haciendo un corte profundo desde la muñeca recorriendo todo el antebrazo. La sangré brotó a chorros al ritmo de los latidos del corazón, manchando la cama, el piso y los muebles que estaban a su alrededor. Andrea alcanzó a sentir su sangre caliente saliendo de su brazo, miró a su alrededor hasta que cayó al suelo en medio de un mar de sangre.
Cuando Sofía llegó tarde en la noche, como siempre, encontró a su hija muerta, rodeada de sangre oscurecida por el tiempo que había pasado.
Autora. Rosaura Navarro.
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